Una fortaleza natural
© Texto y fotos: JAVIER PRIETO GALLEGO
El noroeste de la provincia burgalesa se cierra con un peñón de armas tomar: Peña Amaya, un impresionante mojón rocoso cuyos tejemanejes en un pasado muy remoto fueron decisivos en el devenir de la historia de España. Porque lo que hoy se ve como un peñasco solitario, batido por los vientos inclementes de la paramera burgalesa y palentina fue el lugar donde radicó una de las más importantes -y resistentes- ciudades cántabras de la hispania prerromana.
Este montañón puede pasar hoy desapercibido para quien trote con prisas por la estepa castellana o sólo se detenga donde halle un cartelón que le señale la presa a contemplar. Pero para los encargados de conquistar y reconquistar tierras y gentes en el pasado, la importancia estratégica de este peñón era mucho más que evidente. No les era necesario folleto divulgativo alguno para saber con certeza que de su dominio dependía el mantenimiento de buena parte de sus conquistas. Basta auparse hasta la cima y contemplar el amplio panorama que se divisa en derredor para comprender por qué los que miran la vida desde arriba siempre llevan las de ganar.
Buena parte del mérito estratégico de esta montaña se debe al importante desnivel que se abre entre su cima caliza, de 1.362 metros, y la paramera de la que emerge como un inmenso navío sin derrota. También al peculiar perfil orográfico que brindan en este punto Las Loras, una comarca caracterizada por la sucesión de repentinas elevaciones rocosas, de paredes abruptas, fácilmente erosionadas por el viento y el agua, rematadas por extensas superficies planas que se suceden a modo de pedregosas y, muchas veces, inexpugnables mesetas. De ese perfil rocoso y abrupto participa plenamente Peña Amaya. Además, se encuentra en el punto en el que la Cordillera Cantábrica comienza a levantar ya sus primeras altitudes.
Razones todas que hicieron que desde la prehistoria fuera contemplada por nuestros antepasados como un lugar seguro desde el que resultaba fácil observar sin ser observado lo que sucedía muchos kilómetros alrededor. El poblamiento del lugar se intensifica durante la Edad de Bronce hasta convertirse, durante la Edad de Hierro, entre los siglos VIII y I a.C., en una de las principales ciudades cántabras. Tras la conquista llevada a cabo por los romanos, se convierte en la ciudad romana de Amaia Patricia, un enclave vital para el intento fallido del Imperio por someter a las tribus cántabras rebeldes encastilladas en la cercana Cordillera Cantábrica. Con la decadencia del dominio romano vuelve la ocupación cántabra hasta que el rey visigodo Leovigildo la toma en el año 574. Tarik ben Ziyad, caudillo árabe, se queda con ella en el 712 expulsando de allí a los visigodos hasta que en el 860 el conde Rodrigo, por orden de Ordoño I repuebla este peñón para convertirlo en una de las principales plazas fuertes cristianas dentro de las primeras fronteras dibujadas en el largo proceso de la Reconquista.
Se perpetúa así en lo alto de la peña una población estable hasta que las condiciones de pacificación permiten trasladarla a la llanura circundante, con unas condiciones climáticas mucho más amables que las imperantes en la cima, siendo el origen de la actual población de Amaya. Un peñasco aislado en medio de la primera explanada a la que se accede en lo alto del enclave se identifica como el lugar en el que se ubicó el castillo levantado desde las primeras luchas y que continuó en uso al menos hasta el siglo XIV.
EN MARCHA. Peña Amaya se encuentra en el costado noroccidental de la provincia de Burgos. El acceso hasta lo alto del castro se realiza por una pista agrícola que parte del pueblo de Amaya. A esta población puede llegarse desde Sotresgudo, hasta donde conduce la C-627 desde Herrera de Pisuerga.
UN PASEO A PIE. Esta formidable peña caliza ofrece la posibilidad de un fácil paseo por su zona superior. Tras dejar el vehículo en el aparcamiento, una vía lleva hasta una primera explanada, presidida por la mole donde se situó el castillo. Rodeándolo por el costado izquierdo se llega hasta un collado. Sin perder altura, una senda permite rodear los farallones hasta que, unos 15 minutos después, una brecha permite subir hasta la extensa meseta superior.
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