En rojo y negro
Arquitectura tradicional y color en los pueblos de la sierra de Ayllón
© Texto y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGOHubo un tiempo, mucho mucho antes de que la fiebre del ladrillo se convirtiera en enfermedad endémica, en que las gentes levantaban sus moradas sólo con aquello que quedaba más a mano. Ese es, en esencia, el rasgo de personalidad que mejor define la arquitectura tradicional de cada comarca. Es la forma en la que los paisajes circundantes pasaban a formar parte del lugar de residencia. Y es por eso por lo que los núcleos rurales que han sabido conservar mejor sus rasgos de personalidad arquitectónicos aparecen armoniosos, apetecibles y bellos enmarcados en un territorio del que forman parte. Y no como abominables bodrios tan fuera de lugar que lo que apetece al verlos es salir corriendo. O apedrear a los arquitectos –si lo hubiere-. Por eso en los pueblos de la montaña leonesa predomina la piedra caliza y la madera. O en la meseta dominaba el adobe. El mismo color del paisaje circundante era el propio de las casas de los hombres que lo habitaban.
Son del color de la tierra que les vio nacer: arcillas o pizarras dan tinte a la sangre de un puñado de pueblos segovianos recostados sobre las laderas septentrionales de la sierra de Ayllón.
Y eso mismo sucedió en un puñado de poblaciones diseminadas a lo largo de unos pocos kilómetros en el noreste de la provincia de Segovia, sobre las lomas bravas de la sierra de Ayllón, que cierra el territorio segoviano por esa parte marcando las lindes con Madrid y Guadalajara. La diversidad geológica de esas laderas es la responsable del colorista catálogo arquitectónico que ha dejado sobre el terreno pueblos de tez negra, negra como la pizarra de sus tejados y sus paredes, y pueblos de tez roja, roja como las areniscas de sus muros o las tejas de sus tejados. Y también amarillos, amarillos como las cuarcitas blancas y amarillas con que visten sus revocos y mamposterías. Un reguero de colores que ahora, con el manto blanco de las montañas al fondo, lucen con una intensidad apetecible y serena, digna del mejor pintor.
Un buen lugar para comenzar este periplo de colores y arquitecturas tradicionales es el mirador de Piedrasllanas, un kilómetro más arriba de la ermita de Hontanares, en las afueras de Riaza. No hay mejor balcón para ver desde lo alto lo que luego se verá a ras de suelo. Con la cumbre del pico Buitrera (2.045 m.) a la espalda, la llanada segoviana extiende su manto de ocres hasta donde alcanza la vista, que es tanto como que los Picos de Urbión se divisan allá al fondo entre las brumas. Más cerca, a los pies, las masas de pino verde ponen el contrapunto a una paleta en la que predomina el marrón de los robledales sin hojas, el amarillo de los barbechos o el rojo de los caminos. Más arriba, aún queda mucho para que estas montañas, que miran al norte, pierdan el vestido blanco que oculta la misma tez oscura de varias de sus poblaciones.
De regreso a la carretera que une Riaza con Santibáñez de Ayllón, Alquité se presenta como el primero de este rosario de piedras preciosas. Las de aquí tiran hacia el amarillo porque en sus muros predominan las cuarcitas de ese tinte. Lo mismo que en Martín Muñoz de Ayllón, donde al amarillo se añaden ya los rojos de las mamposterías y el negro de algunos tejados de pizarra. Pero en Martín Muñoz de Ayllón junto al revuelto de casas caídas, casas rehabilitadas y casas tal cual, de las de toda la vida –sin pintar ni remozar-, se ven también casas de vanguardia tratando de conjugar el uso de los materiales tradicionales con ventanales casi infinitos, más pensados para degustar con gula el panorama serrano que para resguardar de los duros fríos del invierno.
Porque este paseo de colores por los pueblos de la sierra segoviana es un poco como caerse en el interior de una revista de esas de decoración rústica y con encanto, de chimenea en la portada y flores secas colgando del techo. Al largo periodo de abandono y decadencia, en el que muchas de las viviendas fueron quedando vacías, sucedió la calentura de las segundas residencias, especialmente de vecinos de Madrid, que sumió en un frenesí rehabilitador todo lo que levantaba un palmo del suelo. Hoy todos esos pueblos lucen cascos urbanos con la mayor parte de sus casas en pie, contraventanas cerradas y fachadas lustrosas, en orden, a la espera de los habitantes del fin de semana y sometidas a la ley no dictada que dice que todo ventanuco tiene que tener un visillo blanco detrás.
Villacorta es ya un pueblo rojo, rojo. Como la arenisca ferruginosa “buntsandstein” de la que está hecho. El paseo por las calles, desiertas entre semana y ajetreadas a su final, lleva hasta el desahogo rojizo al que, además de la casa consistorial y el soportal del bar, se asoma también la espadaña de la iglesia de Santa Catalina.
Como si la sangre roja alimentara los pies y la negra la cabeza, en las cotas más altas de estas montañas predomina el suelo pizarroso. Por eso bastan unos pocos kilómetros –en longitud- y unos pocos metros –en altura- para que varíe radicalmente –del rojo al negro- el color de todo un pueblo. Es lo que pasa en Becerril. Con la mitad del caserío por los suelos y la otra recompuesto, destaca por la rareza de una plaza que, en relación el tamaño del pueblo, es casi como El Retiro. La cara más pintoresca de Becerril –y vencida por el tiempo- es la que queda en el costado occidental.
Madriguera, de nuevo en la carretera principal, fue el primero de todos estos pueblos serranos en padecer el reflujo de las restauraciones cosmopolitas. Y eso se nota tanto en la abundancia como en el acabado de la mayoría de las construcciones. Un pequeño ramal aúpa desde Madriguera hasta Serracín. Que es como pasar del atardecer rojizo del primero a la noche de los tiempos del segundo. Porque este pueblo negro y pizarroso es también uno de los que más severamente sufrió el abandono en el siglo pasado. Algo más que comprensible cuando uno se entera de que casi llega aquí antes la televisión digital terrestre que el agua corriente a las casas y el alcantarillado a las calles. Ni su iglesia se salvó del derrumbe y hoy su peculiar espadaña bicolor es la parte más entera del templo.
Precisamente de la plaza a la que se asoman la espadaña y el destechado lavadero parte el corto y hermoso paseo a pie que alcanza hasta otro de los emblemáticos pueblos negros: El Muyo, uno de los pueblos a mayor altitud de la provincia (1.285 m.) y tan negro como el futuro que vislumbraron sus habitantes a mediados del siglo XX. Hoy recupera parte de su caserío mientras ve cómo la otra se convierte en revoltijo de vigas al aire y piedras caídas. En el entorno de su iglesia asoma, como una rozadura en las rodillas, la roca desnuda y negra sobre la que apoyan directamente muchas casas, la esencia verdadera de estas montañas que ahí se muestra sin el arrope de la tierra.
La última etapa del viaje alcanza hasta El Negredo, de nuevo en la carretera de Riaza, en cuyas inmediaciones destacan, como unas Médulas en miniatura, unas antiguas minas de alúmina.
EN MARCHA. La “ruta de los pueblos del color”, como aparece en los folletos de la Diputación de Segovia, se puede realizar partiendo de Riaza por la carretera SG-V-1111. A dos kilómetros surge el desvío que lleva hasta el aparcamiento del mirador de Peñasllanas, junto a la ermita de Hontanares.
EL PASEO. Un paseo señalizado enlaza las pequeñas poblaciones de Serracín y El Muyo. Son tres kilómetros que pueden hacerse en unos 45 minutos. Toda la zona está hilvanada por circuitos señalizados dentro del programa Caminos Naturales. Junto a la ermita de Hontanares se encuentra ubicado un panel con todos los recorridos. También en la web: https://www.mapa.gob.es/es/desarrollo-rural/temas/caminos-naturales/caminos-naturales/sector-centro/riaza/default.aspx
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