Gota a gota
La Cueva de los Franceses, en el norte de Palencia, ofrece un recorrido lleno de fantasía y belleza
© Texto y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGO
Hacer el recorrido por la Cueva de los Franceses es como meterse en las tripas de un dinosaurio de cuento. A la que uno se descuida, en lugar de pasar revista a la hermosa variedad de formaciones rocosas que el agua y la cal se han ido trabajando durante millones de años gota a gota, la imaginación desbocada coloca al visitante en el interior de un animal prehistórico, de dimensiones gigantescas. Y como en los cuentos todo es posible, en vez de como aprendiz de geólogo uno se imagina más como una especie de Pinocho al que se hubiera tragado una enorme ballena. Entonces, en lugar de salas repletas de estalactitas y estalagmitas, de coladas, de columnas, de simas, de grandes bloques fracturados… lo que uno ve son misteriosos órganos descolgándose del techo a los que la humedad propia de la cueva otorga el aspecto casi de vísceras monumentales, mientras que la iluminación artificial, que cambia de intensidad y de color, les hace parecer latientes, incluso cálidos. Así, con miedo de despertar al monstruo, hablando bajito y casi de puntillas, el intruso camina por la pasarela húmeda que lo recorre de la cabeza a los pies imaginando lo terrible que sería despertarlo, lo dramático que resultaría tan sólo rozar un milímetro de su sensible piel interior. Incluso reprime la excitación que le provoca el paso ante el único agujero que da afuera: la entrada natural de la cueva que, abierta como un pozo en el suelo del páramo, desde dentro luce como el sifón por el que resoplan las ballenas. Es lo que tienen los viajes al centro de la Tierra, que todo es posible si se mira con ojos de niño.
Pero la visita a la Cueva de los Franceses no sólo excita la imaginación de los niños. O la de los que no paran de encontrar similitudes entre las formaciones rocosas –que si allí un mono, que si por aquí un enano, que si allí un perrito guardián…-: también para quienes gustan de comprender las razones científicas de todo cuanto existe, el recorrido por la cueva brinda un indudable interés. De hecho, se revela imprescindible para quienes ya sienten curiosidad tan sólo a la vista de la magnitud y horizontalidad del páramo en el que se asienta, La Lora de Valdivia, un inhóspito y desarbolado paisaje que se extiende de este a oeste como una tirita que cosiera las provincias de Palencia y Burgos.
Así, para comprender como se debe la existencia de este universo subterráneo antes hay que forzar la imaginación mucho más allá de lo que exigen los cuentos. Hace unos 215 millones de años estas llanuras rocosas constituían el fondo plano de un enorme océano continental que lo inundaba casi todo. Su naturaleza caliza actual está directamente relacionada con la acumulación, durante muchos millones de años, de sedimentos marinos -conchas y restos óseos, principalmente- que al compactarse fueron transformándose en roca caliza. Pero lo más sorprendente es que estos páramos, situados a una altitud de entre 1.000 y 1.377 metros, elevados y con dominio visual sobre los valles circundantes, eran en aquel tiempo el fondo de una depresión marina rodeada de montañas. Y así fue hasta que, ironías del tiempo geológico, la erosión hizo tanta mella en las montañas que acabo por disolverlas para convertirlas en valles mientras que el fondo marino acabó convertido en balcón desde el que asomarse en derredor.
Es la facilidad de los suelos calizos para disolverse con el agua procedente de la lluvia lo que convierte este páramo en una auténtica esponja: todo cuanto cae del cielo es inmediatamente absorbido para iniciar su camino por el interior de la tierra. Y así, bajo el aparente manto rocoso que el viento bate a placer, el agua busca caminos que el ojo humano no ve: horada cavidades, abre túneles, forma ríos, derrumba barreras… Y un día, como por casualidad, se abre un agujero en la tierra que va a dar al interior de una cueva repleta de salas y estalactitas.
Eso es lo que pasó en la Cueva de los Franceses, cuya única entrada natural fue, hasta el comienzo de su explotación turística, un peligroso agujero abierto hacia una oscuridad misteriosa con más de 6 metros de profundidad. Una oscuridad tenebrosa que la propia tradición oral, para justificar el porqué de su nombre –o puede que al revés-, rellenó con los huesos de los soldados caídos en un enfrentamiento entre las tropas napoleónicas y un destacamento de Húsares Cántabros durante la Guerra de la Independencia.
Pero la historia más cercana de esta cavidad tiene que ver con el estudio y divulgación realizados por Luciano Huidobro, sacerdote, erudito y vecino de la zona, en 1904. Y también con el comienzo de su explotación turística en 1974. Las reformas realizadas en la cavidad en ese momento, que requirió la apertura de un túnel para facilitar el acceso, modificó de tal forma las condiciones de hábitat del interior de la cavidad que a punto estuvieron de parar en seco todo su proceso de formación.
Tras una posterior reforma en 1981 para reconducir la situación del interior al momento previo a su apertura al público, la cueva ha sido sometida a unas nuevas obras de acondicionamiento en el año 2009 y 2010. Ahora se recibe al visitante en un centro de recepción que pone al tanto de lo que se verá a continuación. Más abajo, un sistema de puertas permite que la cueva pueda mantener una temperatura constante de 10º y una humedad de en torno al 95%. Tras el pasillo artificial comienza el recorrido por la cavidad, que discurre de Este a Oeste a una profundidad máxima de 21 metros y una cota superficial de –4 metros en algunos puntos. Las últimas obras han ampliado el recorrido anterior permitiendo atravesar dos grandes salas naturales en las que predominan los restos de derrumbes del techo de la cueva. De los cerca de sus 900 metros totales, en la actualidad son visitables casi 500. Pero no eternamente: dentro de unos 5 a 10 millones de años la erosión habrá trabajado lo suficiente para que, gota a gota, el techo de la Cueva de los Franceses se haya venido abajo dejando al descubierto un gran cañón calcáreo.
Pero la cueva no es el único punto de interés en este entorno natural tan marcado por los fenómenos geológicos. La pista que conduce hasta la cueva finaliza en el mirador de Valcabado, un impresionante balcón sobre el valle cántabro de Valderredible. Desde él parte el corto paseo señalizado que lleva hasta el pozo de los Lobos, una trampa utilizada en el pasado para conducir hasta ella a estos depredadores. A un kilómetro de la cueva se encuentra también el menhir de Canto Hito, un trozo de roca puesto por el hombre hace 3.000 años con alguna función hoy desconocida. Y en el mismo camino de acceso a la cueva un desvío permite adentrarse en el valle de Covalagua, un pliegue de verdor que parece contradecir la aridez inmediata de la paramera.
EN MARCHA. La Cueva de los Franceses se localiza en el extremo nororiental de la provincia de Palencia. El acceso se puede realizar desde Aguilar de Campoo por la N-627 en dirección a Burgos. Cinco kilómetros después, un ramal conduce a Pomar de Valdivia y Revilla de Pomar. Desde esta última la carretera continúa hasta la entrada a la cueva y finaliza en el mirador de Valcabado.
LA CUEVA. En octubre abre de martes a domingo, de 10,30 a 14 y de 16 a 18 horas. Información y reservas: tel. 659 94 99 98. Web: www.lacuevadelosfranceses.es. Para visitarla es imprescindible reservar antes la visita por teléfono. Las visitas se realizan a las horas en punto y tienen una duración aproximada de 55 minutos. La temperatura del interior de la cueva es de 10º centígrados.
HOTEL POSADA SANTA MARÍA LA REAL. Monasterio Santa Maria la Real, Aguilar de Campoo, Palencia. Se ubica en un monasterio del siglo XVII restaurado bajo la dirección del arquitecto Peridis. Habitaciones duplex de dos alturas en estilo rústico con suelos de madera. Desayuno continental y Wifi gratis. Suelos de terracota, vigas de madera y muebles antiguos. Resérvalo aquí: http://www.booking.com/hotel/es/posada-santa-maria-la-real.html?aid=884255.
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