Un viaje en el tiempo
Del románico al modernismo, un largo paseo de domingo por el corazón de Zamora
© Texto, vídeo y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGO
Ni una hora, ni un siglo: ochocientos años es la distancia que media entre el principio y el final de un paseo por el corazón de Zamora. Es el viaje que lleva de su piel más dura, hecha de piedra tostada por mil años de soles y heladas, hasta la blandura caprichosa de sus fachadas modernistas, agrupadas en un cogollo tan sorprendente como evocador. El milagro no es que un viaje tan inesperado sea ideal para echar una jornada de paseos. El verdadero milagro es que este islote de fantasías y volutas haya regateado el afán desarrollista que en la segunda mitad del siglo XX se llevó por delante tantas cosas valiosas de nuestros cascos urbanos y ahora, limpio de polvo y mugre, luzca como un auténtico reclamo turístico al que, sin duda, merece la pena prestar oído. Zamora cuenta hasta 19 edificios de estética modernista entre sus calles, un legado que le permite formar parte de la Red Europea de Ciudades Modernistas, un club al que sólo se accede por méritos propios.
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Así que, roto el tópico de que Zamora es sólo una ciudad de románico y cigüeñas, vale la pena comenzar este viaje en el tiempo en el mogote rocoso sobre el que comenzó a formarse la ciudad más añeja. Es el espigón pétreo al que el Duero prestó un foso de lujo. El bastión inexpugnable que ofrecía una sensación de seguridad suficiente como para que la ciudad comenzara a germinar sobre él. La razón de ser de un castillo que tras unos años de concienzudos trabajos se ha abierto como una flor desconocida en la ciudad.
Sobre la zona más elevada de la meseta sobre la que se extiende el casco histórico de Zamora, fue construido a mediados del siglo XI por el rey Fernando I para consolidarse como un punto estratégico de primera magnitud junto al Duero. De él partían los tres cercos amurallados que, en su momento, rodearon por completo la población. Hoy esas murallas, rehechas en numerosas ocasiones, siguen formando parte del paisaje de la ciudad, especialmente en el flanco septentrional, donde aún se muestran con toda su contundencia. Una contundencia que elogió la tradición en boca de Fernando I, proclamándola la “bien cercada” por la dificultad que entrañaba batirla al asalto. De hecho, uno de los episodios más conocidos de su historia tiene que ver con el asedio al que la sometió durante siete meses, en 1072, Sancho II: el Cerco de Zamora, que se mostró imbatible. No muy lejos del castillo, entre este y la iglesia de San Isidoro, se localiza el otrora conocido como Portillo de la Traición, rebautizado recientemente como de la Lealtad, en desagravio al noble leonés, Vellido Dolfos, que dio muerte al rey asediador y regresó a la ciudad a través de ese portillo con El Cid pisándole los talones.
Este, como todos los castillos, son hijos de su tiempo. Y en una vida tan dilatada las ha visto de todos los colores. Pasado el de las catapultas y las flechas, con el auge de una artillería capaz de tumbar edificios enteros de un bombazo, sus murallas y torres se volvieron tan vulnerables como el cartón. Fue el tiempo en el que hubo de rellenarse con toneladas de tierra para evitar que los derrumbes mataran más que la pólvora. Así se fueron acometiendo en su interior reformas y reformas hasta que, tras las acometidas a lo largo del siglo XX para adecuarlo a los usos más dispares – cárcel, escuelas…-, quedó prácticamente irreconocible.
Los últimos trabajos llevados a cabo en él han consistido, más que otra cosa, en desenredar la madeja y vaciarlo de escombros de tal forma que el recorrido por su interior, bien servido de pasarelas de madera y balcones de metacrilato, es como verle el esqueleto al dinosaurio. Ni que decir tiene que el plato fuerte es poder asomarse a esta ciudad tan vieja y tan moderna al mismo tiempo desde lo alto de su torre del homenaje.
En el camino que media entre el castillo y la catedral las estatuas de Baltasar Lobo que aderezan los jardines invitan a adentrarse en el museo dedicado al artista. Después aguarda el auténtico símbolo de la ciudad, su monumento más conocido. Sus orígenes se sitúan entre 1151 y 1174 y es el más esplendoroso de los templos del siglo XII levantados en la ciudad. Hay que dirigirse hacia el río para contemplar su puerta del Obispo, tan encarada al palacio Episcopal que casi recibe el aliento de los prelados cuando se asoman a los balcones. Es la única puerta superviviente de las tres que tuvo en el momento de su construcción. Y hoy sus volutas y juegos arquitectónicos cobijan el sueño de las palomas, que salen disparadas como balines cuando el turista ronronea la admiración que merece. Como otras partes del templo -como el cimborrio, por ejemplo-, conserva esos aires orientales bizantinos que resultan tan exóticos en tierras de Castilla.
En el interior, además de una inesperada luminosidad, que aporta principalmente la bella cúpula escamada, destaca la presencia del coro, en el centro del templo, o la sillería, abundante en temas profanos que retratan la vida cotidiana de la ciudad en el siglo XVI, en el que fue realizada. También es de mérito la magnífica reja que cierra la capilla mayor y de obligado cumplimiento la visita al Museo Catedralicio para disfrutar, entre otras joyas, de la colección de tapices flamencos tejidos entre los siglos XV y XVI.
Cumplida la primera etapa del paseo toca tomar la rúa de los Francos como el eje vertebrador sobre el que insertar la larga ristra de iglesias y edificios románicos -más de veinte- que salpican la Zamora más medieval: todavía a la vista de la catedral aparece San Isidoro, un poco más allá, San Pedro y San Ildefonso. Frente al convento del Tránsito, La Magdalena, uno de los templos más bellos de la ciudad. Y así una larga retahíla que, además de templos, incluye paradas imprescindibles, como el Museo de la Semana Santa, el Museo de Zamora o el Museo Etnográfico, los tres en un puño que tiene como eje la plaza de Viriato.
ZAMORA MODERNISTA
La llegada a la plaza Mayor marca el arranque del viaje modernista que culmina al alcanzar el parque de La Marina. Tras el periodo de esplendor que entre los siglos XII y XIII llenó Zamora de palacios y templos la ciudad no volvió a vivir un periodo de prosperidad tan grande hasta las postrimerías del XIX. El empuje de una revolución industrial que alcanzó la meseta mucho más tarde que otros rincones de Europa y, sobre todo, la consolidación de una burguesía local relacionada con el comercio textil y la harina ansiosa por mostrar su prosperidad en público, se reflejó en el rejuvenecimiento del casco urbano que había ido creciendo más allá de la muralla medieval.
De la plaza Mayor hacia el Este muchos edificios fueron derribados para levantar otros más acordes con los nuevos tiempos. Ese rejuvenecimiento de la ciudad tuvo un impulsor determinante: el arquitecto Francesc Ferriol Carreras, que llegó de Barcelona empapado de modernidad y Modernismo para ejercer como arquitecto municipal durante ocho años. Es en ese periodo, entre 1908 y 1916, cuando se levantan la mayor parte de los edificios que conforman hoy el patrimonio Modernista de la ciudad.
Aquellos aires renovadores del arquitecto Francesc quedaron esparcidos en torno a la calle de Santa Clara, eje comercial de la ciudad en aquel tiempo y hoy uno de los paseaderos más habituales. De nuevo el listado es largo y tiene un montón de paradas: la casa del empresario Juan Gato, el edificio del Ayuntamiento Viejo, el arranque de la calle de Balborraz, la plaza de Sagasta -el rincón por excelencia del modernismo zamorano-, el viejo edificio del Casino, el mercado de abastos, la casa Aguiar, la de Valentín Guerra, la casa Matilla… Pero donde mejor se cata el sabor que acompañó esa época es haciendo un alto en el hotel Sercotel Horus, acondicionado en el edificio Bobo y repleto de detalles modernistas.
INFORMACIÓN. Oficina de Turismo: Plaza de Arias Gonzalo, 6. Tel. 980 53 61 35.
Web: www.zamora.es
Y así lo publicó EL NORTE DE CASTILLA