FÉLIX RODRÍGUEZ DE LA FUENTE: EL DESPERTAR DE UNA CONCIENCIA

Tumba de Félix Rodríguez de la Fuente en el cementerio de Burgos. Castilla y León. España © Javier Prieto Gallego
Detalle del monumento funerario dedicado a Félix Rodríguez de la Fuente en el cementerio de San José de Burgos. La escultura es obra de Pablo Serrano. Castilla y León. España © Javier Prieto Gallego
La figura y el mensaje del divulgador Felix Rodríguez de la Fuente sirvieron para sembrar el despertar de una conciencia medio ambiental que sigue estando plenamente vigente. Aquí te cuento cómo fueron sus primeros pasos y las consecuencias que tuvieron en su vida y en la de las generaciones posteriores.
 © Texto y fotografías:  JAVIER PRIETO GALLEGO  

Este artículo fue publicado por primera vez en el número 61 de la revista PATRIMONIO (2017) que edita la Fundación Santa María la Real para el Patrimonio Histórico.

Félix Rodríguez de la Fuente lo tenía muy claro: si perdemos especies animales o vegetales, perdemos riqueza y, sobre todo, esperanza de vida. La esperanza de vivir en un planeta diverso y rico en el que cada pieza cumple una misión determinada. Cada pieza es parte del equilibrio establecido a lo largo de millones de años. Un equilibrio que se reescribe continuamente a medida que las piezas se mueven en el tablero pero un equilibrio que, si nos empecinamos, podemos llegar a romper con consecuencias catastróficas, no para el Universo, que continuará existiendo y reescribiendo su propio equilibrio, tal vez con piezas nuevas, sino para una especie determinada: la nuestra, que desaparecerá para siempre. Si perdemos el equilibrio, si rompemos la cadena, si alguno de los eslabones desaparece, daremos un paso más hacia nuestra propia extinción como especie. Porque todos nos necesitamos para existir.

Este mensaje, síntesis, de sus miles de horas dedicadas a la divulgación científica, es el que subyace en cada una de las conferencias que dio a lo largo de su vida, de los programas de televisión, de sus entrevistas, de sus obras escritas, de sus programas de radio. Félix Rodríguez de la Fuente se empecinó en hacernos comprender que ser conscientes de tanta belleza como encierra la naturaleza, de tanto misterio, de tanta tragedia, de tanta maravilla solo debería de movernos a una cosa: la consciencia de nuestra propia pequeñez, la precariedad a la que llevamos nuestra propia existencia cada vez que decidimos, consciente o inconscientemente, adueñarnos del entorno natural para destruirlo o moldearlo a nuestro entero gusto sin tener en cuenta para nada que ni es nuestro ni nos pertenece por entero. Que somos tan parte de ese entorno como el lobo, la ardilla o el buitre y que estamos obligados, por tanto, a compartirlo con cada una de las especies que lo pueblan.

Podcast del espacio PISTAS dedicado a los Paisajes de Félix en Castilla y León

Y ¿cómo lo hizo?: llevándonos de la mano a lo profundo del bosque. Porque no bastaba con explicar, con pregonar, con dibujar en una pizarra la pirámide ecológica. Descubrió por sus propios medios que la fascinación de ver lo que sucede cada minuto del día en las fragosidades del bosque, en el interior de un tronco, en la hura del gazapo, en los riscos de las montañas era la única forma de provocar el gran impacto mediático, de comprender que no realizamos solos este viaje en una nave llamada Planeta Azul. Que viajamos acompañados de millones de individuos, de millones de especies. Todos a bordo del mismo vehículo. Todos comprometidos en un mismo viaje. Un viaje en el que, de entre todos los viajeros, hay una especie que, por sus características evolutivas, carga con una mayor responsabilidad que las demás en su éxito o en su fracaso: la del ser humano, que con su capacidad para transformar, modificar o aniquilar puede provocar sin ningún problema la extinción de todas las demás especies. De todos sus otros compañeros de viaje y, al mismo tiempo, la suya propia.

Con este mensaje, repetido una y otra vez siempre que pudo, sus impactantes imágenes, revolucionarias para un público virgen de imágenes de naturaleza, su magnetismo personal, su cercanía para explicar lo que los científicos solo acertaban a explicar a otros científicos, Félix Rodríguez de la Fuente realizó un logro de consecuencias incalculables: el despertar de una conciencia ecológica de la que en su momento, los años 70 principalmente, se desconocía hasta el nombre.

El castillo de Poza de la Sal preside la entrada a la comarca de La Bureba. Siglos X-XV. Poza de la Sal. Burgos. Castilla y León. España © Javier Prieto Gallego
El castillo de Poza de la Sal preside la entrada a la comarca de La Bureba. Siglos X-XV. Poza de la Sal. Burgos. Castilla y León. España © Javier Prieto Gallego

Toda una vida

Pero antes de llegar a convertirse en el gran abanderado del ecologismo en España, Félix había realizado su propio viaje personal. Un viaje que había comenzado como la de un niño normal de la España rural de los años 30,  correteando por las empinadas laderas del diapiro de Poza de la Sal, alzándose hasta las desdentadas almenas de un castillo desde el que cualquiera puede sentir el mismo vértigo que un águila cuando se lanza a planear sobre la llanada, escondiéndose con la pandilla en las cuevas de los alrededores del pueblo, identificando con gusto los olores que la naturaleza esparce en cada momento y, sobre todo, sintiéndose un espíritu libre capaz de disfrutar cada minuto del día en el que podía correr y crear aventuras a su antojo. Fue en ese tiempo en el que comenzó su fascinación por las aves, por los pajarillos del campo que él veía ir y venir a su antojo, como a él mismo le apetecía. Sin ataduras, sin problemas. También los veía desaparecer en algunos momentos del año y volver a aparecer en otros. Sin que nadie les dijera cuándo marcharse o cuándo regresar. Siguiendo sus propias reglas. Unas reglas que él, entonces, no alcanzaba a comprender pero por las que sentía una profunda intriga.

Biografía del divulgador realizada por Benigno Varillas.
Biografía del divulgador realizada por Benigno Varillas.

En la excelente biografía sobre el divulgador, «Félix Rodríguez de la Fuente. Su vida, mensaje de futuro «, escrita por Benigno Varillas después de un repaso minucioso a toda su obra y sus momentos más íntimos, se descubre el momento concreto, el punto exacto de la vida de aquel niño en el que el destino lo encarriló hacia el Félix que después conoceríamos todos. Fue una mañana de invierno en su pueblo de Poza de la Sal y tenía once años. Una mañana en la que, empujado por esa curiosidad insaciable, decidió acercarse con sus prismáticos hasta una de las charcas del páramo al pie del que se sitúa su pueblo para observar a los patos, aves que le fascinaban de una manera especial. Es en aquel acercamiento meticuloso a la charca cuando descubrió, de manera repentina y traumática, la existencia de otra ave que apareció de repente en el cielo para lanzarse como un proyectil contra la bandada que alzaba el vuelo en ese momento. Un proyectil capaz de derribar con su impacto, veloz y certero, a uno de los patos que cayó inmediatamente fulminado. Esta visión inesperada de un halcón ejerciendo su acción depredadora sobre otras aves quedó grabada de tal forma en la mente del niño Félix que desde aquel día conocer todo cuanto fuera posible sobre los halcones se convirtió casi en una obsesión.

Un azor (accipiter gentilis) en el I Campeonato de Cetrería del Norte de España. Castrillo de los Polvazares. León. Castilla y León. España © Javier Prieto Gallego
Un azor (accipiter gentilis) en el I Campeonato de Cetrería del Norte de España. Castrillo de los Polvazares. León. Castilla y León. España © Javier Prieto Gallego

Una obsesión -un enamoramiento, mejor- que se mantuvo a lo largo de su adolescencia con tal ímpetu que logró resucitar el arte de la caza con ave de presa, la cetrería, desaparecida en España más de cien años antes. Por cierto, un arte, una técnica, que había desaparecido también por completo de la memoria colectiva de nuestro pueblo hasta el punto de que tuvo que ser reconstruida por él releyendo documentos medievales o realizando viajes hasta alguna remota localidad Marroquí donde aún se realizaba. Un arte milenario tan valioso que fue declarado Patrimonio Inmaterial de la UNESCO en 2010.

Él mismo considera que el acercamiento a los halcones fue el primer paso en su carrera de naturalista autodidacta: «Las muchas horas pasadas con un halcón sobre el puño, mirando en sus ojos profundos y misteriosos, admirando sus líneas de incomparable armonía y tratando de bucear en su psiquismo para ganar su confianza, me hicieron comprender la grandeza de la Vida y, sobre todo, me permitieron aferrarme a lo que por aquel entonces sólo era una sospecha de mi temeraria curiosidad intelectual: el hecho de que entre los animales y el hombre puede haber una distancia abismal, pero resulta indudable que existe una similitud profunda».

El despertar de su conciencia

A partir de ahí surgió todo lo demás: su lucha sin cuartel por combatir una aberración impulsada por la Administración española de los años 50: las Juntas de Extinción de Animales Dañinos y Protección a la Caza, que pagaba generosamente la muerte de todo aquel ser vivo que no fuera una pieza cinegética. Desde las ginetas, hasta las culebras, los linces, los lobos, las águilas, los azores o las nutrias, todo lo que no se pudiera considerar pieza de caza era considerado por el Estado una alimaña a exterminar. Cuando se puso a buscar halcones para recuperar la cetrería descubrió con espanto que prácticamente habían desaparecido, junto a todas las demás aves de presa, víctimas en su mayor parte de los venenos que se esparcían por el campo con una alegría que ponía los pelos de punta. En ese momento. Justo en ese momento surgió en Félix la conciencia de que algo se estaba haciendo rematadamente mal. Algo que, y ahí reside el gran valor de su mensaje, el resto de la sociedad veía hasta entonces de lo más normal. Que era hasta legal.

Félix Ródríguez de la Fuente. Foto: El Correo.

Y ahí está, también, su gran lección. Porque antes de llegar a ser el gran fenómeno de masas en el que se convirtió, seguido en sus programas de TV por millones de personas semana tras semana, su camino fue un camino de lucha silenciosa. De autoformación científica, de peleas con la Administración para que se detuviera el desatino de impulsar con el amparo de la Ley el exterminio de decenas de especies animales, de zancadillas recibidas desde estamentos científicos que lo veían como un intruso o, incluso, desde algunas asociaciones ecologistas surgidas al calor de su mensaje que, en el tránsito hacia la democracia, lo acusaron de poco reivindicativo o radical.

Su gran merito fue, ni más ni menos, sembrar semillas en un terreno baldío. Gritar ¡fuego! cuando nadie veía siquiera el humo. Despertar una conciencia dormida. Hacer ver que somos los guardianes de un patrimonio, ya sea histórico, cultural o natural, que estamos obligados a legar a las siguientes generaciones. A conservarlo. A cuidarlo. Y que si lo perdemos o destruimos o ignoramos, perdemos todos. Damos un paso atrás, casi siempre de manera irreversible.

El mensaje de Félix caló hondo porque era sincero y directo. También porque surgió en el momento preciso en el que un medio como la televisión acababa de nacer en España y cualquier cosa que se asomara a la pequeña pantalla impactaba sobre una audiencia de millones de espectadores con la misma fuerza que sus halcones sobre las presas. Porque muchos de aquellos espectadores descubrieron por primera vez, de su mano y su palabra, el comportamiento inteligente de los ciervos en celo, del quebrantahuesos, del oso, del lirón careto, del urogallo, del muflón o de la nutria. Muchos de aquellos espectadores miraban atónitos el comportamiento salvaje de criaturas de las que, no solo no habían visto ni una sola fotografía en su vida, sino que ni siquiera sabían que existían a unos pocos kilómetros de sus casas.

Quizás, de la misma forma, treinta y siete años después de la muerte del divulgador, con el mismo estupor que descubríamos entonces la existencia de aquellas criaturas esenciales para nuestro devenir, descubrimos hoy, a muy pocos kilómetros de nuestras casas, que aun permanecen en pie, ignorados por la mayoría, los muros de piedra de un viejo molino, la espadaña cubierta de musgo de una ermita románica, la cúpula ingrávida de una catedral, el canal por el que navegaron los sueños de Castilla, el pergamino en el que alguien escribió las primeras palabras de nuestro idioma, las paredes arruinadas de un palomar, los muros de un convento devorado por la maleza…

Y, asombrados, descubrimos que están ahí a punto de desaparecer para siempre tanto como lo estuvo -o aun lo están- el águila imperial, el lince o el oso. Que nos pertenecen y les pertenecemos. Que son un tramo del camino recorrido por el hombre como especie desde que abandonó el árbol y se irguió sobre la sabana africana. Que son una parte viva aun de nuestra memoria. Que son el legado que quienes nos precedieron dejaron sobre la faz de la Tierra como una preciada herencia. Que son el fruto de sus destrezas. Que cada vez que uno de esos testimonios desaparece sin dejar rastro, desaparece también una conexión con nuestros ancestros, un poso de sabiduría que nos vuelve más primitivos. Que cada vez que alguien expolia, roba o destruye un trozo de ese patrimonio material o inmaterial, expolia, roba o destruye un trozo de nuestra memoria.

Una memoria frágil. Una memoria que necesita de los cuidados de la conservación tanto como nuestros bosques, nuestros ríos o nuestro aire. Del despertar de una conciencia colectiva que siga los pasos de quien un día quedó deslumbrado por el picado meteórico de un halcón peregrino sobre su presa.


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