Un pueblo como una piña
Frías, el aire altivo de una ciudad medieval
© Texto, fotografías y vídeo: JAVIER PRIETO GALLEGOPara vivir en Frías, en la parte alta de Frías, se entiende, hace falta no tener vértigo: es bastante probable que la ventana del dormitorio se abra sobre el precipicio. Para vivir en la parte baja, una fe ciega en que el destino no arrojará piedras sobre nuestro propio tejado. Es lo malo de vivir en un lugar tan apiñado tan apiñado como el cerro de la Muela, sobre el que se asienta el casco urbano tradicional: da para lo que da, y una vez que quedó completo hubo que empezar a desparramarse hacia el llano. Y todo ello a la sombra de un castillo que fue levantando sus paredes tan pegadas al abismo que los muertos, cuando caían desde las almenas, debían de quedar hechos cisco sobre los tejados del vecindario. Claro que mucho mejor un muerto que un aluvión de pedruscos. Entonces quienes quedaban para el arrastre eran los vecinos que gozaban del privilegio de vivir en el lugar más seguro del recinto militar. O en el más peligroso, según se mire. Crónicas hay que relatan derrumbes parciales de la torre del homenaje sobre las casas del pueblo en diferentes momentos de los siglos XVII, XVIII y XIX, cobrándose, en alguna ocasión, la vida de 30 (arriesgados) vecinos.
Es, sin duda, el precio por lucir hoy una de las estampas más gallardas y altivas de cuantas pueda presumir una ciudad en España -la más pequeña, por cierto-. Su porte, estilizado y naviero a más no poder, es el resultado de una arquitectura obligada a adaptarse a cada resalte del terreno. En este caso, el resultado de aprovechar las espectaculares defensas naturales que el cerro, más bien tirando a pequeño, ofrecía. Un espacio que bien aprovechado da para trazar tres largas calles, un par de plazas y un castillo con una torre del homenaje tan orillada a los despeñaderos que parece que va a resbalarse de un momento a otro haciendo choff.
Con los siglos, y el empujón dado por el rey Alfonso VIII, que impulsó su actividad comercial al tiempo que la convertía en la capital del valle de Tobalina y plaza fuerte de la frontera con Navarra, acabó engordando el núcleo de población hasta obligarlo a salir más allá de las murallas. Entre quienes llegaron para quedarse fuera figura la importante comunidad judía que ya en el siglo XIV extendía su aljama en torno a la actual calle de la Cuesta.
Resulta innegable que puente y castillo conforman en Frías un binomio tan armónico como indisoluble. La visita al primero brinda la oportunidad de disfrutar de uno de los puentes medievales españoles con más estilo y mejor conservados. Consta de nueve arcos sobre los que discurre la calzada que, en unos 150 metros, llevaba de una orilla a la otra. Previo paso por taquilla, claro: la torre de contundente traza defensiva, añadida al puente en el siglo XIV, que a mitad de camino expedía el billete.
Para visitar el castillo hay que recorrer antes el espinazo central de Frías y degustar su arquitectura tradicional mientras se alcanza el rellano en el que se alzan la plaza del Ayuntamiento y, por detrás, la iglesia de San Vicente, una de las once de las que -se dice aunque cuesta creerlo- que tuvo. De su primitiva traza románica apenas queda nada aquí y un poco en Nueva York, a cuyo museo de los Claustros fue a parar su portada tras el hundimiento de la torre de la iglesia en 1879.
En la esquina opuesta a la iglesia se eleva la fortaleza, a la que se accede tras pasar antes por la Oficina de Turismo y salvar el puente levadizo tendido sobre un gran foso picado en la roca. Enseguida se alcanza el patio central, del que faltan las dependencias que tuvo en su momento y del que formaban parte las tres ventanas que se abren por el muro sur, con ricos capiteles de traza románica. Desde ahí se inicia la trepada hasta lo alto de la torre, la auténtica caja fuerte de la ciudad que, a falta de enemigos que la asedien, cumple hoy la función de hermosa atalaya desde la que extasiarse con el paisaje. Es recomendable prolongar la visita a Frías callejeando hacia su zona más baja, en busca de las ruinas del antiguo convento de San Francisco –por donde estaba la antigua judería-; lo que queda de la iglesia gótica de San Vitores –la portada y espadaña- o del Convento y Hospital de Santa María de Vadillo.
Junto a este último, al que se llega saliendo de Frías por la carretera que se dirige hacia Valderrama, se inicia el paseo que, en cuatro kilómetros, lleva hasta la vecina y hermosa localidad de Tobera. Está señalizado con las balizas del GR.85, no tiene pérdida y además permite disfrutar, sobre todo en los primeros kilómetros, de las trazas del viejo camino real que desde aquí llevaba hacia La Rioja.
El pequeño pueblecito de Tobera, al que se entra por la iglesia de San Vicente, guarda en su corazón la sorpresa de un poderoso salto de agua. En este tramo, con fuertes desniveles, el río del Molinar baja tan a trompicones a encontrarse con el Ebroque fue memorable su colección de pequeños molinos –de donde le quedó el nombre- surgidos para aprovechar su incansable fuerza en todo tipo de moliendas.
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