El número 69 de la revista PATRIMONIO, que edita la Fundación Santa la Real del Patrimonio Histórico, incluye un reportaje sobre la localidad cacereña de Granadilla de cuyos textos y fotografías soy autor.
En él cuento la triste y agónica historia de una pequeña localidad a la que el destino parece que persiguió con cierta saña. El primer empujón se lo dio cuando tras la conquista de la ciudad andaluza de Granada, la de Cáceres, que tenía el mismo nombre y era cabeza de de la Comunidad de Villa y Tierra al frente de 17 pueblos, se vio obligada a convertir el topónimo en diminutivo para evitar confusiones con aquella, mucho más relevante para la Historia.
Pero su mayor desgracia fue aparecer en los planes de quienes, en la primera mitad del siglo XX, estaban diseñando un plan para convertir en regadíos una porción importante de los secos horizontes por los que discurre el curso medio del río Alagón. El sacrificio de unos, los vecinos de Granadilla, entre otros, implicaba la inundación de sus mejores pagos y hasta de sus casas.
La mala suerte fue que aquellos planes, muy mal ejecutados por la Administración del momento, se alargaron tanto en el tiempo que terminaron por convertirse en una horrorosa agonía que acabó, finalmente, con la evacuación del pueblo en 1964. Este, al final, pudo conservar intacto su recinto amurallado y la torre fuerte que lo defendía, levantada por el Duque de Alba en 1473. Y quedó ahí, varado en una orilla del pantano de Gabriel y Galán, como el buque fantasma del Holandés Errante, hasta que en 1980 fue declarado Conjunto Histórico Artístico y entró a formar parte del Plan de recuperación y utilización educativa de pueblos abandonados.
Hoy los antiguos vecinos y sus familias acuden cada año el 1 de noviembre para recordar a quienes nacieron, vivieron y murieron en él. También el 15 de agosto para celebrar romería. Por su puesto, es obligada la subida hasta las almenas de la torre del castillo para disfrutar de una inolvidable (y triste) panorámica.