El lugar donde las rocas sueñan formas imposibles
Los pinares que forran las laderas de la sierra de Urbión, a caballo entre en las provincias de Soria y Burgos, conforman la mayor mancha de pino albar de toda la península. Sus bosques, profundos, oscuros y húmedos se extienden como un manto tupido que abrigara a conciencia el corazón frío de la roca, como un tapiz tan oloroso que resulta embriagador: el aroma fresco de las resinas se pega al recuerdo tanto como a las ropas de quien camina por ellos embobado en el repertorio de rincones asombrosos que guardan entre sus pliegues.
No son uno, ni dos: son legión. A cada paso, se den por donde se den, aparecen cuevas fantasmales; tumbas excavadas en las rocas para brindar morada a muertos de hace siglos; eremitorios rupestres, pequeños santuarios construidos entre rocas y pinos para convertir en música sagrada el rumor de los arroyos; manantialesfrescos; apartadas cascadas… y, de cuando en cuando, grandes moles de roca que defienden su derecho a vivir en uno de los mejores jardines del mundo.
En realidad, son restos de un proceso erosivo que desgasta con mucha más velocidad y saña el sustrato arenoso sobre el que se asientan los pinares que los bloques de conglomerado con los que en su día formaron un todo homogéneo. Al cabo del tiempo –pongamos… unos dos millones de años-, esos bloques rocosos más resistentes al poder transformador de vientos, aguas o hielos son los que abundan en medio de las selvas pinariegas de Urbión. Son las moles que hacen del corazón de los pinares un lugar lleno de luces y de sombras, de formas inesperadas que, sobre todo al caer de la noche, desbocan hasta la imaginación más cuadriculada. Y asombran tanto por sus perfiles y sus recovecos como por sus dimensiones, a menudo colosales, como auténticos edificios que hubieran crecido sin puertas ni ventanas en mitad del bosque.
En el paraje de Castroviejo, a tiro de piedra de donde nace el Duero, esas moles misteriosas forman una auténtica urbanización, con sus callejones, plazas despejadas, rascacielos y balcones abiertos a la inmensidad de unos pinares que parecen no tener fin. Y hasta cuenta con una red de barbacoas de dimensiones humanas, del tiempo de cuando abrasar chuletas en el campo no era considerado delito flagrante.
Claro, que comola imaginación es libre y gratuita, también puede verse como un puerto al que, en lugar de llegar barquitos veleros, arribaran inmensos transatlánticos de roca pura, chocando entre sí, compitiendo por quedarse varados para siempre en el mejor lugar posible. Allá cada cual con sus fantasías.
De lo que no hay duda es de que Castroviejo se ofrece al ojo y al espíritu como un lugar reconfortante, con su fuente de agua fresca y sus praderas, sus árboles rectos y olorosos, sus callejones de piedra, su repertorio de monolitos, chimeneas naturales, barrancos, arcos, laberintos y un mirador con vistas sobre la sierra y sus pueblos, de las que recompensan hasta el más duro de los viajes.
Este hacia Castroviejo se arranca en la localidad pinariega de Duruelo de la Sierra, el primero de los pueblos por los que pasa un Duero tan recién nacido que apenas balbucea, como se verá en la subida hacia Castroviejo. De hecho, hay quien dice que el topónimo de la localidad evoca un diminutivo de resonancia infantil: un Duero chiquitito y juguetón, Duruelillo al fin y al cabo, aprendiz de río todavía en sus inicios.
Y en Duruelo la visita a la localidad debe encaminarse en seguida hacia el templo de San Miguel Arcángel. Allí, en torno a él, se localiza una importante necrópolis medieval de las que tanto abundan en la zona. Su datación se sitúa entre los siglos IX al XIII, período de tiempo en el que se superponen las tres tipologías de enterramientos que pueden verse. La más antigua, entre los siglos IX y X, se corresponde con las tumbas rupestres, excavadas directamente en la roca -más de ochenta- y caracterizadas por su antropomorfismo. En un estadio posterior quedan las tumbas formadas por lajas de piedra en cuyo interior se inhumaba el cadáver, cerrándolas también con losas de piedra colocadas transversalmente. Las tumbas más recientes, sarcófagos tallados sobre rocas monolíticas independientes en forma de bañera fueron talladas en torno al siglo XIII.
Desde Duruelo una pista asfaltada lleva sin pérdida hasta Castroviejo. Su arranque hay que buscarlo en la carretera CL-117, que hilvana Covaleda, Duruelo y Regumiel. A la entrada de la población, es la misma que lleva hacia las piscinas. Una vez pasadas estas comienza la ascensión que, entre curvas, se interna en los pinares por los que baja el recién nacido Duero. Algo después de dejar atrás la fuente del Ministro –que recuerda en el nombre el paso por ella de un prócer indeterminado- se cruza el río en el primero de los dos puentes que salva la pista forestal, el puente del Tío Herrero, identificable por un poste de señalización en el que algún día debió de figurar el nombre de uno los ríos más señeros de la historia de España. En esta época no es el más caudaloso, como se ve al pasar el segundo de los puentes, con un torrente mucho más bravío y abundante en aguas. Pero así son las cosas de los ríos y sus afluentes.
Unos 6 kilómetros después de iniciado el trayecto, la pista forestal gira hacia la izquierda y pasa sobre un nuevo arroyo en el punto donde se le junta por la derecha otra pista forestal de tierra. Es el ramal que lleva hasta la Fuente del Berro y Peñas Blancas. Siguiendo por ella la senda que marca el GR.86.1 no resulta demasiado complicado alzarse hasta las fuentes del Duero y la cima del Urbión (2.229 m.). Pero para Castroviejo, el rincón donde las rocas juegan sus sueños de formas imposibles, aún faltan un par de kilómetros de asfalto.
Desde el mismo aparcamiento aparece señalizado un corto paseo, aunque de dura subida hasta alcanzar el raso de La Cespedilla, que después baja por Cueva Serena antes del regreso a Castroviejo. Quien quiera prescindir del esfuerzo de alcanzar el raso –una bella pradera de montaña en mitad de los pinares– puede pasear hasta Cueva Serena –otro mágico rincón de estos bosques- continuando desde Castroviejo 300 metros más por la pista –ahora ya de tierra- hacia abajo. Ahí arranca un desvío señalizado que, en otros 300 metros, aboca a la cornisa pétrea por la que se descuelga una cascada, sedosa y fina como la larga trenza de una rubia princesa vikinga.