© Texto y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGO
Todo lo que hoy es Santiago de Compostela se sustenta sobre una sola piedra: la aparición legendaria de los restos del apóstol Santiago en el interior de un oscuro bosque, de nombre Libredón, en un momento incierto cercano al año 820. El anuncio -o invención- conmocionó de tal forma al mundo cristiano que el solo deseo de acudir al lugar fue configurando, al principio de manera espontánea, luego con total orden y concierto, una de las ciudades más visitadas de Europa.
Es el rey Alfonso II el Casto quien, con gran oportunidad histórica y excelente sentido estratégico, pone en pie la creencia de que los restos del Apóstol han aparecido en tierras cristianas para convertir en invencibles a los ejércitos que tratan de parar, con escaso éxito hasta ese momento, el avance del Islam en la Península. Comienza entonces el mito del Apóstol guerrero y batallador, implacable contra cualquier enemigo de “la única religión verdadera”. El rey astur acude raudo desde Oviedo hasta la tumba recién descubierta y se postra ante ella para convertirse en el primer peregrino jacobeo. Con rapidez emprende también las obras del primero de los templos que se levantarán sobre los restos sagrados. Establece así un lugar concreto hacia el que los creyentes puedan dirigirse para solicitar los favores de quien fuera, en vida, uno de los amigos más íntimos de Jesucristo.
Aquella basílica primitiva, levantada con cierta premura utilizando materiales pobres como el adobe y la madera no durará mucho. La noticia de las apariciones del Apóstol en batallas legendarias y de los milagros en los que interviene se extiende con rapidez por toda la Cristiandad, gracias, sobre todo, al apoyo entusiasta de las jerarquías eclesiásticas y políticas, que se ven reforzadas al mismo tiempo como responsables de su custodia.
En el año 872, Alfonso III derriba la levantada por su antecesor y erige otra más grande y suntuosa. Es necesario ya en ese momento que el templo en cuyo interior se encuentran los restos venerados alcance la dignidad que requieren las riadas de peregrinos que han comenzado a formarse. Como en una incesante bola de nieve, hábilmente empujada por mandatarios de una y otra índole, el Locus Sanctus Iacobi, el lugar sagrado que alberga las reliquias, comienza a poblarse con la llegada de las primeras ordenes religiosas que se disputan el cuidado directo del santuario. Surge en torno a esta nueva basílica, consagrada con la asistencia del rey Alfonso IIII en el 899, un pequeño núcleo de viviendas y edificios con funciones religiosas. La relevancia espiritual del lugar obliga a trazar también estructuras defensivas: empalizadas, torres y fosos acotan el territorio que ocupa la ya incipiente ciudad.
Un episodio que revela la importancia que va adquiriendo el enclave es el que relata el encono con el que Almanzor arrasa Compostela en el año 997, llevándose como botín las campanas de la Catedral y sus pesadas puertas de madera para utilizarlas como adornos en la Mezquita. Santiago es ya un referente espiritual a la altura de Roma o Jerusalén y su destrucción implica la humillación del mundo cristiano. Pero Santiago se recupera de éste y de otros importantes asaltos y asedios que padecerá a lo largo de su historia. La Catedral es inmediatamente rehecha y una serie consecutiva de particulares obispos y arzobispos asumen la tarea personal de engrandecerla, como la forma más evidente de consolidar y proclamar el poder que las altas jerarquías eclesiales han venido acumulando con el paso de los siglos. El fenómeno de las peregrinaciones alcanza a lo largo de la Edad Media su periodo de mayor esplendor y Santiago de Compostela –tanto como el camino que conduce hasta la ciudad-, se consolida como un auténtico foco de religiosidad y cultura. Esa ciudad medieval, urbanizada con ahínco a lo largo de los siglos XVIII y XIX constituyen hoy el núcleo histórico de Santiago, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1985.