El milagro de Miraflores
Texto y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGO
Han pasado tantas y tantas cosas en la historia de la cartuja de Miraflores –entre los años 1454 y 1488 se desarrollan las obras del monasterio- que los investigadores tuvieron que emplearse a fondo durante las últimas restauraciones para dilucidar si el revoltijo de huesos que se encontraban bajo el panteón real pertenecían o no al rey Juan II y su segunda esposa, Isabel de Portugal. Y hasta tirar de ADN para establecer con certeza que los tres personajes enterrados en el presbiterio de la iglesia eran quienes se suponía que debían ser: el rey, su esposa y, en una tumba lateral, el infante Alfonso, hijo de ambos, fallecido prematuramente cuando no contaba aún 15 años.
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El runrún que había venido manteniéndose durante decenios es que debajo de sus espectaculares monumentos funerarios, huesos había, pero a saber de quién. La principal sospecha recaía sobre la soldadesca y los generales que la mandaban en el tiempo en el que la cartuja había sido convertida en cuartel de las tropas durante la invasión francesa. Es sabido que los franceses tenían una querencia especial por convertir en cuarteles las iglesias y conventos que les caían a mano en el camino de sus conquistas. Debía de ser por aquello de que proporcionaban espacio holgado para sus pertrechos y, en el caso de los conventos, una intimidad para el alojamiento de sus mandamases, impensable en un cuartel de campaña montado al raso. Pero también porque los franceses sabían que estos lugares de oración y paz atesoraban riquezas sin fin, inimaginables incluso para quienes vivían más allá de los muros que los cercaban.
El caso es que en la cartuja, la francesada campó a sus anchas. Y forzó cuanto agujero era sospechoso de contener riqueza. Cuánto más un panteón de hermosura deslumbrante por fuera y cuerpos reales en el interior. A los franceses, como sucedió en tantos otros lugares, se les atribuyó la profanación de las tumbas y el saqueo de cuanto pudiera haber de valor en su interior, así como el robo de obras de arte custodiadas por el monasterio, incluidas algunas de las figurillas que tan primorosamente había labrado en alabastro el maestro Gil de Siloé para mayor grandeza de la tumba de los reyes y el infante. Tanta era la gula insaciable de los franceses por arramplar con cuanto pudieran que hasta Napoleón se tomó muy en serio la idea de llevarse la tumba entera de los reyes a la mismísima Francia. Y si no lo hizo fue porque sus ingenieros le insistieron en que era tal la finura y magnitud de la obra que solo con moverla se haría añicos. Es lo que tiene el alabastro: parece mármol pero es un compuesto del yeso que puede rayarse con una uña o disolverse con agua.
Uno de los que sí logró salir con botín debajo del brazo fue el general vizconde Darmagnac, Gobernador Militar de Castilla la Vieja durante el reinado de José I, hermano de Napoléon Bonaparte. Su interés por coleccionar obras de arte y su privilegiada posición social convirtió en un juego de niños ir seleccionando lo mejor de cada iglesia, incluida la catedral o la cartuja, mientras tuvo mando en Burgos. Y entre las cosas que sí consiguió finalmente llevarse –y que se sepa- está un retablo portátil de la vida de la Virgen que Juan II había regalado al monasterio en 1445 o una colección de cinco tablas sobre la vida del Bautista realizadas a finales del siglo XV por Juan de Flandes.
Y eso por no hablar demasiado del conde de las Almenas, personaje de comienzos del siglo XX que, so pretexto de colaborar en la restauración y conservación del tesoro artístico de la cartuja, acabó llevándose, entre otras, una hermosa talla de Santiago que adornaba la sepultura real y que hoy puede verse con un detalle que asombra en la web del Museo de los Claustros de Nueva York. Por el medio quedan periodos de desamortizaciones en las que el convento quedó prácticamente vacío –aunque no del todo- o de grandes desordenes sociales, como durante el Trienio Liberal (1820-1823). Se sabe que a principios de 1821 una muchedumbre de liberales enardecidos entraron en la cartuja, asaltaron la tumba real y la tomaron con la cabeza del rey, la corona y el cetro de alabastro tallados por Gil de Siloé, como una forma de desahogarse ante los desmanes de la monarquía reinante en ese momento. La corona se recompuso algo, el cetro se perdió y hoy el puño del rey aprieta un hueco vacío. Incluso para el menos perspicaz resulta evidente que el rostro actual de Juan II no se corresponde con la finura, hechuras o color del resto de la talla.
Por eso cuando los investigadores se pusieron a la tarea de identificar huesos se temían lo peor: que el tráfago de la historia hubiera terminado cambiando huesos reales por otros del mogollón. Pero no. El resultado de sus pesquisas es que el cofre que se guarda bajo la tumba de los reyes contiene cuatro fragmentos de huesos largos pertenecientes a la reina y otros muchos más que encajan con el perfil del rey, al tiempo que el ADN relaciona a los tres como padres –los reyes- e hijo –el infante-.
Y este es solo uno más de los trabajos que han venido acompañando las sucesivas restauraciones llevadas a cabo en los últimos años, principalmente en la iglesia y el presbiterio de la cartuja de Miraflores, y en las que ha participado, junto a otras entidades, la Fundación Santa María la Real del Patrimonio Histórico. Ha sido un largo periodo de tiempo que dio comienzo en el año 2003 y que ha concluido, por el momento, este mismo año (2011) con la reordenación del patio de entrada a la iglesia, que ahora permite una mejor vista de la fachada. Dentro, los trabajos han sido múltiples y laboriosos. Tanto como el asombro que hoy produce la contemplación de un conjunto único en España: el monumento funerario que la reina Isabel la Católica encargó, para gloria de sus padres y recuerdo de su hermano, a los más virtuosos maestros del momento. Entre ellos, un Gil de Siloé en estado de gracia capaz de trabajar el alabastro como si fuera plastilina o de convertir lo que debía ser un retablo al uso en un maravilloso tapiz de madera con uno de los diseños más originales que se hayan visto por estas tierras. Talento y genio convertido en arte que ahora luce libre del polvo malsano de la Historia como si se hubiera producido un milagro. El simple y maravilloso milagro de que aún siga ahí.
DÓNDE
La cartuja de Miraflores se localiza a unos tres kilómetros del centro de la ciudad de Burgos.
LA VISITA. Más Info en la WEB de la Cartuja. Para contactar con Atención al Visitante de La Cartuja de Miraflores: Teléfono: +34 947 25 25 86 Móvil: +34 636 99 87 89. WhatsApp: 636 99 87 89 Pulse aquí para enviar WhatsApp.
La entrada a La Cartuja es libre y no guiada. Los visitantes tienen a su disposición folletos explicativos en idiomas: español, alemán, francés, inglés e italiano. A su llegada al monasterio, el personal de atención al visitante le dará la bienvenida en nombre de los monjes cartujos y le explicará el recorrido que podrá hacer dentro del conjunto arquitectónico.