Texto y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGO
El río Esla, tras un impresionante viaje de 285 kilómetros desde las bravas estribaciones de los Picos de Europa, vierte sus aguas en el Duero a tan sólo 20 kilómetros de Portugal. Lo hace en un rincón casi secreto, apartado y solitario que sirve, además, como divisoria entre las comarcas zamoranas de Sayago, Alba y Tierras del Pan. Es el encuentro de dos gigantes. Y como tal puede disfrutarse desde un lugar de excepción: el castillo de los Pueyos, un resalte rocoso desde el que se domina la fusión de las dos corrientes mientras se escucha el siseo que provoca el vuelo del alimoche en las alturas. El espigón fluvial que queda entre ambos brazos de agua semeja la quilla de un transatlántico que rasgara la llanura granítica en lugar de mares. Su mascarón es una solitaria sabina siempre azotada por los vientos, arriscada sobre los acantilados que caen a plomo hasta la orilla. Y todo mientras ambos ríos van conformando por aquí unos primeros encajonamientos que, muy poco después, en las cercanas Arribes, se habrán convertido ya en vertiginosos precipicios.
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Los últimos pollinos
Este paseo a pie por paisajes del occidente zamorano, entre el pueblo de Villalcampo y el vértice rocoso donde los ríos Duero y Esla se funden antes de afrontar juntos las angosturas arribeñas, tiene un protagonista de excepción: el burro. Quien recorra estos caminos se topará más de una, de dos y de tres veces con estos pacíficos animales, tan evocadores, tan sumisos, tan propicios al cariño y a despertar la nostalgia de los cuentos infantiles. Por estas tierras de Alba, el burro es tan del paisaje como las bardas de granito, las casetas guardaviñas o las estelas romanas que se ven empotradas en las paredes del pueblo de Villalcampo.
Por aquí el burro, el pollino, tiene un perfil propio. El que le da su condición de ‘zamorano-leonés’, raza predominante en estas tierras. Su estampa es inconfundible: oscuro, lanudo, buena talla, orejas grandes y el pelo tan largo que a menudo se le hacen jirones, mechones al viento que sobre todo en las orejas semejan banderitas de fiesta en pie de guerra.
Estos animales son hoy una auténtica rareza. Tanto que hoy en día se encuentran en peligro de extinción: como el oso pardo o la cigüeña negra. Un censo de 1998 reflejaba que en toda la provincia de Zamora se contaban 1.800 asnos, de ellos 900 tendrían algún rasgo racial y tan sólo 150 responderían a cánones de auténtica pureza. En cualquier caso, en Villalcampo tienen a gala ser el término municipal con mayor número de burros de toda Castilla y León. De hecho, cuando llegan sus fiestas, a mediados de septiembre, acostumbran a juntarlos, a vestirlos con los mejores tiros y a celebrar bailes en su honor.
EL PASEO
El comienzo de esta andadura hay que buscarlo junto al frontón de Villalcampo. Allí están las eras –que hacen también las veces de campo de fútbol-, con alguna fuente y un ramillete de caminos que se dispersan en torno al pueblo, donde tiene lugar la festiva reunión anual con la que el pueblo honra a sus pollinos. Por uno de los laterales del frontón, dejando a la izquierda un abrevadero, arranca el camino a tomar, que aparece en el mapa como camino de Veiga. Tras superar, 250 metros más adelante, una nave ganadera de ladrillo que queda a la derecha, el camino se encarrila entre las interminables vallas de piedra, las cortinas de granito que pespuntean el paisaje como si éste no fuera otra cosa que un enorme mantel tejido con remiendos de todas las formas y tamaños. Visto desde arriba el entorno de Villalcampo debe parecer el más fantástico de los patchwork. Su técnica de construcción, la piedra seca, ha sido reconocida por la Unesco como parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Se basa en la colocación de grandes lajas de granito, de figura semicircular o alargada, que reciben el nombre de fincones o hincones, por tener una buena parte enterrada. En cada uno de sus dos lados se apoyan otras dos piezas alargadas, llamadas arrimaderas o tijeras. Después, el espacio que media entre cada uno de los hincones se rellena de piedra más menuda cuya denominación es la de pregones o pergones. Finalmente, la parte superior de la cortina se remata todo a lo largo con piezas alargadas y planas que reciben el explícito nombre de coberteras. Y así, a lo largo de miles de kilómetros si se sumara el conjunto de vallas levantadas y mantenidas durante generaciones para delimitar las heredades de cada cual. El camino hasta el castillo de los Pueyos es una sucesión interminable de estas cortinas de granito componiendo un largo carril por el que se circula sin vías ni traviesas. Es también una ocasión para contemplar cómo, poco a poco, esta forma de hacer tradicional se va desmoronando sin remedio ni posibilidad de marcha atrás. En algunos tramos ya sólo los fincones asoman del terreno, desmoronada y perdida el resto de la mampostería, para dibujar una larga fila de lápidas huérfanas. O los afilados dientes de un tiburón que ya no tuviera fuerzas ni para cerrar la mandíbula.
El suelo de granito
Los siguientes mil doscientos metros discurren también entre cortinas mientras se cruza por debajo de las líneas de alta tensión que dispersan la energía producida en el cercano salto de la central eléctrica de Villalcampo. Poco después de dejar atrás los últimos cables el camino se ensancha para dejar sitio a los afloramientos graníticos que enlosan el suelo de manera natural. La roca, descolorida en algunas zonas por el discurrir del agua, es el suelo sobre el que se camina. Pasado este afloramiento el camino vuelve a estrecharse al tiempo que acomete una ligera rampa ascendente a la altura del paraje de La Talla. Al alcanzar la parte superior de esa rasante se abre un pequeño nudo de caminos más o menos marcados. Sin variar la orientación que se trae hay que tomar el camino que, entre cortinas aquí medio descompuestas, continúa por la derecha.
Enseguida comienza el descenso por la otra parte, al tiempo que el camino se estrecha e incluso queda intransitable si hay mucha agua. Trescientos metros después del cruce vuelve a unirse, por la izquierda, uno de los ramales que nacen en él mientras el paseo continúa ahora por un camino mucho más marcado y arenoso.
El tomillar de las aves
El paisaje que se abre en torno al camino conforma una vasta llanura desarbolada donde prospera una gran variedad de matorral, conquista vegetal que surge, principalmente, tras el abandono de los campos de labor. Aún así, al camino se asoman aislados ejemplares de sabina, alguna carrasca y algún enebro, especies todas ellas de una gran austeridad, adaptadas a un medio duro como éste, con pocas precipitaciones, muchas horas de insolación y un suelo pobre en nutrientes vegetales. Pero, lejos de lo que pudiera parecer, los extensos tomillares y la abundancia de matorrales acomodan una gran variedad de especies orníticas, como se hará evidente, si se camina con algo de silencio, en el vaivén de cánticos que amenizan todo el recorrido. Especialmente abundantes son por aquí la curruca carrasqueña y cabecinegra.
El siguiente tramo del paseo, en el que este vuelve a discurrir por un camino bien marcado, no presenta ninguna otra peculiaridad. Poco a poco, por la izquierda, comienza a verse la presencia de una línea de alta tensión, todavía algo alejada. Sin embargo, la torre que sostiene los cables hacia el sur es el punto de referencia a tener en cuenta para, cuando se llegue más o menos a su altura, transcurridos unos 1.200 metros desde que el camino ha vuelto a estar bien marcado, abandonar el buen camino por el que se transita y tomar otro que nace estrecho, por detrás de una cortina de granito, y que, de aspecto poco notorio, puede pasar fácilmente inadvertido. Una solitaria sabina de doble tronco al borde de este nuevo sendero puede ayudar también a deducir que se trata del desvío correcto.
El castillo de los Pueyos
Una vez tomado este desvió, comienza el descenso decidido hacia el vértice donde los cauces de ambos ríos se suman, y al que se llega, en otros 1.300 metros sin mayores dificultades. Este esquinazo triangular de tierra, hoy un erial amarillento y también desarbolado, recibe el nombre de Veigas de Veiga. A uno y otro lado del sendero, que corre firme hasta la punta entre ríos, perviven restos del naufragio rural, de la estampida que dejó vacíos los campos: rediles sin uso, tenadas descompuestas, vallas que nada delimitan ya, cobijados todos por un topónimo que trae a la memoria un paisaje más rico en vida y quehaceres.
Por el costado izquierdo, el Esla aparece encajonado mientras el Duero aún se esconde tras el promontorio rocoso donde culmina el sendero. Es el resalte pétreo donde debió ubicarse una fortaleza castreña de la que sólo queda el recuerdo en su denominación, el castillo de los Pueyos, considerado por algunos autores como la localización en la que estaría la divisoria territorial entre astures –al norte-, vacceos – en la otra orilla del Esla- y vetones – al otro lado del Duero-. Este espigón fluvial sería parte del territorio ocupado por los astures históricos más meridionales en las postrimerías de la II Edad del Hierro. En cualquier caso, la ubicación resulta perfecta aunque sólo sea para extasiarse con la fusión de dos ríos tan contundentes como el Esla y el Duero. El discurrir de ambas corrientes apenas se percibe desde las alturas del resalte -727 metros sobre el nivel del mar-. Más que otra cosa, son la cola del cercano embalse de Villalcampo situado sobre el Duero a algo más de un kilómetro río abajo. La falta de corriente hace que, dependiendo del caudal, prosperen densas matas de algas. Unos prismáticos ayudarán a identificar el vuelo de alimoches planeando sobre unos encajonamientos que, sin ser tan arriscados como los de las Arribes, constituyen un digno prólogo. También es posible disfrutar con el vuelo de algún cormorán y, con algo de suerte, de alguna garza real.
EN MARCHA. Hasta Villalcampo, punto de arranque del paseo, se llega desde Zamora tomando la N-122 en dirección a Portugal y hasta Ricobayo. Desde esta localidad parte la ZA-V-3216 que lleva, en 5 kilómetros hasta Villalcampo. Para localizar el frontón hay que atravesar el pueblo sin abandonar la carretera. Después de dejar atrás el Ayuntamiento surge una plaza por la izquierda. La calle Cervantes conduce hasta el lugar donde se ubican las eras y el frontón.
EL PASEO. Paseo lineal, no señalizado. .Época recomendada: primavera, invierno y otoño. Inicio: Villalcampo. Final: la desembocadura del Esla en el Duero. Recorrido: 5,5 km. Tiempo estimado de ida: 1 hora. Dificultad: fácil.
OBSERVACIONES. En algún tramo del paseo puede haber mastines sueltos cuidando el ganado. Lo mejor es no tratar de pasar por donde ellos se encuentren dando, si no queda otro remedio, un pequeño rodeo.
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San Pedro de la Nave
Este pequeño templo es una de las joyas arquitectónicas de la Península y uno de los más antiguos de la cristiandad en España. Tanto como su belleza sorprende el hecho de tratarse de un edificio trasplantado piedra a piedra desde su ubicación original, en la otra orilla del Esla y a unos dos kilómetros del solar que ahora ocupa. Esta operación se produjo entre el 24 de octubre de 1930 y el 1 de marzo de 1932 como consecuencia del represamiento del embalse de Ricobayo, construido en esas fechas.
La decoración de sus capiteles es uno de los elementos más significativos de todo el conjunto. Sobresalen los que representan El Sacrificio de Isaac y a Daniel en el Foso de los Leones, de marcada influencia oriental.
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